Pues… lo de siempre. Hoy en ciertos países hemos vivido una vez más la fiesta del cambio de hora, por lo que es conveniente revisar el reloj de nuestras cámaras. Si se ha actualizado automáticamente, genial. Si no, se recomienda ajustarlo para que nuestros futuros datos EXIF sean fiables y no nos hagamos un lío al ordenar por hora de captura los archivos de cámaras distintas con relojes discrepantes.
Opinión personal y casi intransferible
[Disclaimer: No lea a partir de aquí si no le interesan las chorradas]
Independientemente del ajuste de nuestros aparatos, un semestre más sueño con el día en que terminen estos absurdos viajes en el tiempo donde nada se consigue, ya que la ventana de luz no se desplaza sino que se contrae, con lo que ganamos por un lado para perder por otro. Lo que viene siendo aquello de «lo comido por lo servido«, vamos.

De hecho, con el llamado «horario de invierno» es aún peor, porque creo que perdemos más de lo que presuntamente conseguimos. Con el de verano vamos a ganar en todo caso, así que casi que da igual. Pero puestos a hacer cambio de hora, si acaso habría que aplicarlo al revés, para que no se haga de noche a las cinco de la tarde en invierno, ni veas el sol a las diez de la noche en verano. Es decir, cuando empieza a oscurecer más temprano, te adelantan el oscurecimiento, y cuando ya tienes suficientes horas de luz, te alargan la tarde. Ni pies ni cabeza, vamos.
Entiendo, claro, que esto tiene su contrapartida por el extremo contrario (el amanecer), pero puestos a elegir, personalmente le veo más utilidad a las horas de luz vespertinas que a las más mañaneras. Incluso me gusta levantarme y que esté oscuro, y ver cómo va saliendo el sol. Pero qué sabré yo… ¿o sí? Sigan leyendo, porque los expertos 2.0 han cambiado de criterio.
La caída en desgracia del otrora glorioso «cambio de hora»
Resulta curioso cómo hace unas décadas, el cambio de hora era celebrado como un ahorro de energía extraordinario (?), algo de sentido común para cualquier persona decente con un mínimo de respeto por la civilización occidental. Se podría decir incluso que, en algún momento, el cambio de hora llegó a ser considerado como el producto más brillante de las mentes pensantes contemporáneas. Un prodigio de ingenio y eficiencia que no tenía más que beneficios energéticos e incontables bondades salutíferas para el cuerpo y la mente. Aquellos que ponían en duda la utilidad de esta medida eran despreciados públicamente y tachados de ignorantes, subversivos o simplemente imbéciles.

Fast forward to 2023, y resulta que, desde hace ya unos años, se considera que el cambio de hora no sirve de nada, al menos según los hijos de los expertos de la generación anterior. Gran profesión la de experto, por cierto, y con una inagotable demanda por parte de los telediarios y otras teleintoxicaciones informativas – pensad que cada vez que en la tele dicen «los expertos opinan que«, han tenido que consultar a estos oráculos multisapientes que saben mejor que nosotros mismos lo que más nos conviene. ¡Que Dios los bendiga!
Pero no solo es que este baile relojero haya pasado a ser estéril: la cosa va más allá. Los expertos consideran que este invento de hora p’alante, hora p’atrás se ha revelado como un hábito altamente dañino para nuestro reloj biológico. Efectivamente, esta medida, otrora vista como celestial, es ahora insidiosa. Oculta en el caballo de Troya que galopa por la esfera del reloj, esta ponzoñosa ocurrencia blande sus manecillas horarias como puñales que hunde en lo más profundo de nuestra salud y desarrollo, lacerándonos profundamente a múltiples niveles. Vamos, que es malísimo. Médicos, terapeutas y expertos en cambio climático dan fe de ello de forma incontestable y fehaciente. No había debate hace 30 años y no lo habrá ahora, aunque el sentido de este veredicto haya dado un giro de 180º sin que se sepa muy bien ni por qué. Eso no importa.

Es por eso que la Comisión Europea decidió en 2019 terminar con esta bárbara costumbre del ping-pong horario, una tradición que las generaciones venideras estudiarán en sus libros de texto y que, con el tiempo, será equiparada a otras animaladas históricas como los sacrificios infantiles de los aztecas o la quema de brujas en la hoguera. Pero claro, con esa eficiencia y celeridad que caracteriza a todo lo público, la cosa ha quedado en un «limbo», como explican en esta noticia. Aunque bueno, yo no haría mucho caso de lo que ponga en cualquier panfleto digital, porque al igual que en la telerrisión, lo que no saben, se lo inventan. A veces, incluso lo que saben también lo fabulan para pastorear la opinión pública a su antojo.

La gymkana doméstica de la caza de relojes
Así que aquí estamos un año más recorriendo la casa en búsqueda de relojes en fuera de juego horario. Cuando localicemos alguno de estos artefactos, seguramente ni nos acordemos de cómo narices se cambia la hora. Yo mismo tengo varios relojes digitales «Made in China» dotados de botones etiquetados de forma enigmática, sea con texto abreviado que no sabes qué significa, o directamente con iconos tipo jeroglífico que ríete tú de los egipcios. Descifrar estos mecanismos me hace sentir como Indiana Jones o algún aventurero explorando los restos de una civilización perdida y tratando de descifrar cómo funciona algún mecanismo críptico.

Uno no es consciente de cuántos cacharros con reloj tiene, hasta que llega otra vez el bendito cambio de hora: el reloj de la cocina, el del salón, el del microondas, el del teléfono fijo, el del despertador, el de alguna estación meteorológica, el de pulsera, quizá el de algún equipo de música, por supuesto el de las cámaras de fotos, o el del coche… Que, hablando del coche, en mi vehículo actual -sí, ese con el que me tangaron los de Renault- ya se cambia solo, pero con el antiguo, era un drama acertar la secuencia correcta de pulsaciones. El reloj estaba integrado en una minipantalla LCD que concentraba diversas configuraciones en un área de 4 centímetros cuadrados. Un año terminé poniendo los mensajes del coche en checoslovaco sin querer, pero no fui capaz de ajustar la hora correctamente.
Y claro, ahí no termina la cosa, porque creo que la mayoría tenemos algún que otro familiar impedido tecnológicamente que reclamará nuestra ayuda para otros tantos aparatillos. E incluso así, siempre quedará algún artefacto con la hora «antigua». El asunto es que para cuando ya los tienes todos en hora, los tuyos y los de familiares y allegados, queda poco o nada para el siguiente festival de viajes temporales. Así que la diversión está garantizada, eso no se puede negar.
El invierno que viví en la clandestinidad temporal
A lo mejor esto ya lo conté o insinué en alguna entrada previa, pero esta vez lo desarrollaré más. Hará unos 15 o 20 años, cuando el cambio de hora todavía gozaba de gran reputación y yo era joven y osado, decidí no hacer el cambio de hora invernal. Siempre me había parecido que esto de reajustar las agujas a toque de corneta era una estupidez, pero terminaba sometiéndome a ello. Hasta que aquel año dije «hasta aquí hemos llegado«.

Fue una experiencia que recomiendo llevar a cabo alguna vez mientras todavía dure este circo, si bien no es para todos, claro, pues como enseguida veremos, me sometió a todo tipo de presiones e inconvenientes. Fue el precio a pagar por verme elevado a mayores cotas de claridad mental desde las que analizar la sociedad.
Cuando llegó el día del cambio de hora y dejé mis relojes tal como estaban mientras todo mi entorno se acomodaba a este horario ficticio, tuve una intensa percepción del nivel de aborregamiento social en el que vivimos. Por supuesto que, al fin y al cabo, toda «hora» es arbitraria, inventada. Es una etiqueta. Pero cuando introduces arbitrariedad dentro de algo que ya es arbitrario, entramos de lleno en el campo de la manipulación y la camama. Así pude presenciar cómo el tiempo cambiaba mágicamente (para los demás) de acuerdo a los dictámenes y directrices de esas autoridades presuntamente elegidas «democráticamente».
Durante aquel invierno, siempre tenía que «descontar» una hora de mi reloj ante cualquier compromiso, cita o evento, pero por lo demás, vivía con el horario UTC+2, el de verano. Y os aseguro que era muchísimo mejor. Por la mañana, sinceramente ni me enteraba de la diferencia, pero por la tarde, al terminar de trabajar (por suerte, podía adaptar mi horario), agradecía infinitamente esa hora extra de luz. Literalmente me daba la vida – recuerdo aquel invierno como el más luminoso y menos deprimente, en términos de luz, de toda mi existencia.
El conflicto email-temporal que casi me hace desistir
No obstante, este acto de rebeldía horaria me supuso algún que otro encontronazo. Recuerdo particularmente un correo que me mandó un compañero de trabajo a los pocos días de aquel cambio de hora que yo no acaté. En aquel escueto mensaje este compañero me señalaba que yo tenía mal ajustada la hora del reloj de mi ordenador, y me conminaba a corregirla. Lo había detectado a partir de la fecha de envío de mis emails, y me indicaba lo que yo debía hacer taxativamente, sin opción de réplica. O eso pensaba él.
Sobra decir que su email tuvo contestación inmediata, donde con la misma firmeza puse en su conocimiento que quien tenía la hora equivocada era él, pobre víctima de la manipulación horaria. Y que, en todo caso, el huso horario en el que yo quisiera vivir era asunto mío y de nadie más. Como si me daba por poner el reloj con el horario de Mongolia, vamos.

El compañero de trabajo, intensamente escocido ante mi afirmación de que él era poco más que un zombi en manos del sistema, se apresuró a argumentar por qué mi disidencia horaria le estaba causando un gravísimo perjuicio: según él, mis emails le aparecían fuera de lugar cuando ordenaba por fecha. Lo cual era una chorrada, porque trabajábamos con gente de todo el mundo y llegaban emails con todo tipo de horarios. Lo que tenía que hacer este pájaro era ordenar por orden de llegada o por fecha recibida, no por la hora del ordenador que le envía el mensaje, y así se lo sugerí.
Pero esta observación mía encontró otra severa réplica a las pocas horas: mi compañero concedió (hasta cierto punto) que sí, podía ordenar de tal modo, pero él se guiaba por las horas de envío para asignar prioridad a las respuestas, con lo que si yo mandaba mis emails con una hora distinta, él no podría responderme a tiempo. Esto tampoco tenía mucha lógica, porque si acaso, mis emails llegaban desde el futuro: adelantados, no atrasados. Pero bueno, cuando me insinuó que me contestaría las cosas más tarde como consecuencia ineludible de mi estupidez cronológica, solo pude contestarle «así sea«. El asunto quedó así en un callejón sin salida. O con salida. O con balcones a la calle. Realmente no lo sé, pero ahí terminó la cosa.
El asunto es que el resto de aquel otoño-invierno fue como una guerra fría en lo laboral-temporal con este colega: con cada email se respiraba una atmósfera de tensión horaria en la que ambos manteníamos este pulso en silencio, cada uno desde su dimensión relojera correspondiente, hasta que con el siguiente cambio de hora llegó por fin el deshielo en las montañas y en los relojes, y volvimos a trabajar hermosamente sincronizados, dejando atrás este desencuentro del que nunca más volvimos a hablar, como si hubiésemos llegado a un acuerdo tácito para dejar atrás los 60 minutos de la discordia.

La dura vida del desplazado temporal
Tuve algún que otro inconveniente más por este tema, como no poder quedarme hasta el final en unas reuniones que hacíamos semanalmente un grupo de aficionados a la fotografía. Cuando para ellos eran todavía las 20h y pico, para mí ya era la hora de cenar y tenía que irme. Por supuesto, no tenía inconveniente en explicarles el motivo, aunque por sus caras, creo que la mayoría no entendían muy bien lo que les decía: tal era su grado de sumisión al sistema, que ya eran incapaces de imaginar lo que significaba vivir con un mínimo de libre albedrío, el justo para elegir, al menos, en qué hora vives sin que te lo digan los telediarios.
Sí recuerdo que una persona en concreto de este grupo lo entendió, e incluso así, se pensaba que yo simplemente llevaba el reloj con la hora antigua, pero que realmente había adaptado mis hábitos a una hora menos. Vamos, que mi rebeldía horaria empezaba y terminaba en el reloj de pulsera pero que, por lo demás, era un puro paripé.
«En absoluto«, le dije. «Yo ahora cuando como y pongo la tele» -en aquel entonces confieso que aún veía la tele- «veo que empiezan los programas que antes veía terminar«. Esta explicación dejó las cosas claras y demostró que mi compromiso con el horario UTC+2 era genuino y absoluto.
Tampoco negaré que en algún momento flaqueé y sentí la tentación de concluir mi experimento, pues era una lata estar siempre sumándole una hora a todo, aparte de que ser un visionario adelantado a tu tiempo (nunca mejor dicho) va acompañado de cierta sensación de soledad, y en esos momentos, los cantos de sirena de la hora «estándar» llegan a tus oídos con inusitada dulzura, prometiendo el confort asociado con la vuelta al rebaño. Pero me mantuve firme en mis convicciones y resistí hasta el siguiente cambio de hora, en el cual por supuesto no tuve que cambiar ningún reloj y sentí cómo el resto del mundo era el que me daba la razón, regresando a MI horario. De modo que estuve 12 meses sin tener que cambiar ningún reloj: una gozada.
El futuro
Cuando digo «el futuro» podría estarme refiriendo al siguiente cambio de hora, que lo tendremos encima en nada y menos y supondrá adelantar el reloj y, por tanto, viajar hacia adelante. Pero no, me refiero a un futuro más alejado en el tiempo. Quiero pensar que, para entonces, el cambio de hora habrá pasado finalmente a la historia, y se convertirá en una vivencia más de esas que separan a los viejunos de los jovenzuelos. Como haber pasado alguna guerra, haber hecho la mili, haber pagado con pesetas o, en este caso, haber vivido la atrocidad de los cambios de hora dos veces al año.

Pero eso todavía no ha llegado y, hasta entonces, seguiremos subordinados a la hora que las élites dirigentes y sus burócratas teledirigidos decidan para nosotros. Y yo seguiré publicando bianualmente estos avisos de interés público para minimizar los daños causados por este invento.
Pues nada, nos reencontraremos de nuevo con esto mismo, pero en sentido inverso (adelantar el reloj) en cosa de unos meses. Así que saludos y hasta el próximo despropósito horario.
Comments
Carlos, eres un crack. Escribes tan bien como photoshopeas. Sigue así (al menos dos veces al año).
Gracias, Fernando! 😊 Saludillos.
¡Ay, Carlos!, si no fuera por tí… No es tontería porque luego cuando realizo reportajes con varias cámaras, si no las sincronizo (distinto horario), resulta que no se ajustan los acontecimientos en el tiempo, que es como realizo los trabajos, una forma muy sencilla pero que requiere tener bien la hora, en todas las cámaras y no sólo en la «habitual». Muchas gracias y un abrazo
Gracias estimado semitocayo. Yo, incluso sin hacer reportajes, también valoro saber que si en una foto pone una hora, es la correcta. Sea por valorar condiciones de luz en algún lugar/época del año a cierta hora, o a veces por pura curiosidad. Un saludín!
Que delicia, convinación de información útil con documentación agradable y bien presentada. Mil gracias carlos por lo que aprendo y me entreengo.
Gracias Teo por pasar y comentar, un saludín! 😊
Carlos tengo el mismo concepto de las ¨las élites dirigentes y sus burócratas teledirigidos¨, adormilando a la gente que los ve, abriendo su boca tal como los pececitos en la pecera, asimilando, como tú lo expresas las ¨chorradas¨ que les dicen, en los telediarios, o sea los medios de desinformación. Jeje!
Excelente reflexión. Gracias.
Saludos.
Muchas gracias Eduardo Enrique por pasar y comentar, y por solidarizarte con lo expuesto en la entrada. Un saludo!